JAZZ, LA MUSICA DEL PORVENIR
En su último disco Gonzalo Rubalcaba toca Bésame Mucho, y en el suyo Brad Meldhau improvisa en torno a Paul Simon y a los Beatles, con la misma soltura con que Chano Domínguez se confabula con Martirio para revivir al mismo tiempo a Billie Holiday y a las reinas de la copla. La tradición es muy antigua, para irritación de puritanos: gracias a Bill Evans y a Carmen McRae Armando Manzanero pertenece a la tradición del jazz, y mucho antes W.C. Handy había enhebrado el ritmo de los blues y el de las habaneras y Jelly Roll Morton había reconocido el “Spanish tinge” del jazz, su matiz español, llegado del Caribe, donde desde muy pronto se cruzó con las percusiones africanas y con la estridencia de las bandas militares de origen europeo.
El jazz, como ciertos palos flamencos, es un arte “de ida y vuelta”, de un ir y volver permanentes, y muchos de sus mayores maestros han sido también grandes viajeros. El viaje primordial, el más terrible, es el de los barcos de esclavos, y la expansión de la música en la segunda y la tercera décadas del siglo XX no habría sido la misma sin otro viaje mucho menos cruel pero casi igual de masivo, el de los trabajadores negros que emigraban de la pobreza rural y el racismo del Sur a las ciudades industriales del norte. En esa oleada se marchó Luois Armstrong de Nueva Orleans, siguiendo a su maestro Joe King Oliver a Chicago. Del sur al norte, del oeste al este: entre Nueva Orleans, Chicago y Nueva York Louis Armstrong fundó en gran medida el jazz tal como lo conocemos – Billie Holiday le llamaba the landlord: el casero, el dueño- ; de Kansas City llegaron a Nueva York Lester Young, Coleman Hawkins y Charlie Parker; del Caribe Juan Tizol y Chano Pozo; y el mayor guitarrista, Django Reinhardt, es también el máximo peregrino, porque llegó de Francia y vivió siempre en una roulotte. Por no mencionar la vida siempre errante de los músicos, desde los trenes lentos del sur y los barcos de rueda del Mississipi en los que Armstrong se ganaba la vida cuando era todavía un adolescente a los autobuses en los que iban de gira a través de América los miembros de las big bands, en una edad dorada que también tenía mucho de penuria errante y explotación laboral, y además de exposición a las peores humillaciones del racismo. En muchos casos, el viaje ha sido un exilio voluntario: Sidney Bechet, Kenny Clarke, Dexter Gordon, Bud Powell, Randy Weston, tantos otros. Los músicos venían a Europa y encontraban un calor que estaba ausente en su país de origen, un respeto que les permitía olvidarse aunque fuera transitoriamente de las tensiones terribles del racismo. Miles Davis llegó a París en 1949, se enamoró de Juliette Greco, se encontró convertido en un héroe, y al volver a Nueva York unas semanas más tarde no era nadie y no tenía ni trabajo. Muchos de nosotros tuvimos la suerte de ver de cerca y escuchar a algunos de aquellos viajeros, y no nos dábamos cuenta de que eran nuestro vínculo directo con los manantiales originarios del jazz. Fue una educación de lujo: en los festivales de los años ochenta aún vimos a Miles Davis, a Dizzy Gillespie, a Chet Baker, a Carmen McRae, a Oscar Peterson, a Elvin Jones. Yo recuerdo la voz y el tacto de las manos del inolvidable Tete Montoliu y las carcajadas de Dizzy, que estallaban como si se hubiera reventado el globo prodigioso de sus carrillos.
Pero la música sigue viva y viajera, resistente, contagiando casi cualquier otra música y contagiándose de ellas y haciéndolas suyas. El músico de jazz convierte en jazz todo lo que toca. Como la literatura, el jazz sobrevive y se difunde creando adictos y rompiendo fronteras. Después de todo un siglo prodigioso –hace un siglo justo Louis Armstrong corría descalzo y mal vestido tras las bandas ambulantes de Nueva Orleans- el jazz sigue siendo una música del mañana.